Ya repetí esta historia... miles de
veces, y hoy puedo ser un poco más descriptivo... yo no...
Sucedió hace tres años, en un lugar
muy particular de mi pueblo, en la plaza que se encuentra ubicada a unas cuadras
del centro y lleva el nombre de María Eva Duarte de Perón.
Este lugar es apreciado por todos, especialmente en esos días de verano en que
el sol calienta tanto, que podría cocerse un huevo sobre el asfalto. En ella
conviven tipas de una altura exuberante, sauces que lloran lágrimas verdes,
ceibos de flores color sangre, quebrachos acerados, pinos que con sus agujas
hacen protestar al viento; todos estos árboles brindan una sombra exquisita y
son un refugio maravilloso para las aves que los habitan.
La plaza tiene dos escenarios, situados al norte y al sur, uno de ellos contiene
un mástil; en la intersección de los pasillos diagonales, que corren de
sudeste a noroeste y de sudoeste a noreste, se crea un espacio central amplio y
cómodo. En los canteros coquetas margaritas y dorados mirasoles conviven
holgadamente, debido a la humedad y fertilidad del suelo.
En las noches veraniegas, la plaza “Evita”, como la nombramos, se convierte
en un lugar fresco y encantador, en el que las familias toman un descanso del
agobiante calor del día y las parejas se encuentran para compartir largas e
íntimas caricias.
Esta plaza es un lugar particular, porque fue construida en el antiguo radio del
cementerio local. Los muertos cedieron el espacio a los vivos y los nichos, a
los edificios.
Los abuelos cuentan que para realizar el traslado del cementerio se tuvieron que
abrir las tumbas y luego trasladar los restos descompuestos de los difuntos, al
nuevo emplazamiento ubicado a unos kilómetros del radio urbano.
Cuando los empleados municipales realizan trabajos de mantenimiento, refacción
o construcción en la plaza, surgen restos de lápidas antiguas o en ocasiones,
fragmentos de huesos humanos. Nadie presta atención a estas circunstancias, la
gente concurre masivamente, quizá porque está alejada del centro y esto la ha
convertido en un lugar más privado.
Mi madre me decía, cuando me levantaba sobresaltado por terribles pesadillas,
- hay que tener miedo de los vivos y no de los muertos y creo que esto se
aplica correctamente a esta circunstancia. (Aunque ahora que lo pienso, que
equivocada que estaba...)
Yo era adicto a la plaza “Evita” y concurría asiduamente. Siempre fue una
aventura quedarme con mis primos en la plaza hasta el amanecer, escuchando
música, tomando infinitos litros de tereré ( mate frío) o espiando la
actividad amorosa de las parejas desprevenidas.
Pero algo ocurrió esa noche horrorosa donde mi vida cambió para siempre. Eran
las cuatro de la madrugada aproximadamente, la plaza estaba desierta, ya
empezábamos el quinto aire de nuestra conversación juvenil, cuando de no sé
dónde aparecieron dos caminantes que empezaron a recorrer la vereda perimetral,
tenuemente iluminada.
Era una pareja, él vestía un traje, que a lo lejos parecía negro, y ella un
vestido blanco, de tul o algo así.
Después de intercambiar algunas bromas, referidas a los intrusos, nuestra
conversación se detuvo abruptamente.
-¿Quiénes son esos?-preguntó mi primo Raúl, visiblemente asustado.
Sin la respuesta, nadie contestó. Mi primo Alejandro que estaba un poco alejado
de nosotros, sin dejar de mirar a la pareja, caminó unos pasos y se sentó en
la escalinata del escenario, a nuestro lado.
Los tres los observamos sin decir palabra.
Las hipótesis que se me ocurrieron en esos instantes fueron varias: una pareja
de recién casados, personas de otro pueblo que salía de una fiesta. Nada
concordaba, la situación, la hora, el día, la vestimenta, la actitud...
Los caminantes nocturnos se desplazaban lentamente, parecía que mantenían una
charla entretenida, creí que se burlaban de nosotros, se tomaban de las manos,
reían, incluso se abrazaron y hasta me parece que vi un beso.
En la décima vuelta, detrás de los sauces que acariciaban el suelo con sus
lágrimas, desaparecieron.
Atónito, sin encontrar explicación, quedé paralizado; sumergido en un mutismo
sepulcral, mi corazón palpitaba en mi garganta de una forma inusual y se hacía
sentir en cada arteria y vena de mi cuerpo.
Mis primos me miraron como buscando una respuesta. En ese momento de
incertidumbre, todo el pueblo quedó a oscuras y los ladridos de los perros se
dejaron escuchar como los de una jauría furiosa.
El temor invadió mi alma y mi voluntad, trate de encontrar instintivamente a
mis primos en la noche ciega que nos cubría. El contacto físico fue un acto
reflejo, como buscando la seguridad en la manada; luego nos separamos, al
pararnos al pie de la escalinata.
Era una noche sin luna, la luz de las estrellas era muy tenue; un escalofrío
quebró mi espalda y sentí el peso de las tinieblas.
Mi cerebro ardía con el flujo de adrenalina, preparando a mi cuerpo para
cualquier cosa.
No recuerdo lo que sucedió en esos instantes, todo es vago, ambiguo, como un
sueño, irreal.
Eran dos rostros tétricos, dos siluetas espantosas que me acechaban; el brutal
silencio de la noche estalló, como si alguien hubiese matado a todos los
perros.
El pánico tomó mi cuerpo con sus garras ásperas y clavó su bestial dentadura en
mis vísceras, produciéndome un temblor espasmódico.
Oscuridad, afonía, sombras en las sombras, asfixia.
Moví los brazos, sentí el golpe, los quejidos, la humedad espesa y pegajosa, el olor
repugnante, la muerte.
No sé lo que paso, todo es confuso.
De pronto, los rayos lumínicos de las farolas de la plaza y de las calles, como saetas,
penetraron mis retinas, mis ojos se cerraron debido al dolor. En la radio se
dejó oír la estática.
Cuando recuperé la visión, vi la sangre... y los cuerpos... y la sangre...
Yo estaba sucio, ensangrentado; corrí, corrí desesperadamente.
El resto es dolor, llantos, conmoción, la familia, la policía, el juez, el psicólogo, la
celda.
Todos dicen que yo maté a mis primos con un cuchillo de cocina . . . pero yo no lo hice.
Ya repetí miles de veces esta historia.
Yo no lo hice...
Pero a veces me pregunto, ¿porqué soy el único que sobrevivió a esa noche en la plaza
Evita?