Evaristo Derif nunca fue respetuoso de la intimidad de la gente, y se puede
decir que siempre tuvo suerte y que nunca lo atraparon en sus travesuras.
Ese deseo inevitable que invade a todo ser humano lo atormentaba, sentía la
necesidad de observar furtiva y constantemente a todos, su curiosidad no poseía
límites.
Tenía la costumbre de subir al techo de su casa y observar, con un
binocular, los movimientos que realizaban las personas que transitaban las
veredas y las calles. De vez en cuando, lograba descubrir una ventana abierta,
hecho que lo llenaba de júbilo.
Cuando su familia se mudó de ciudad, se sintió tocado por la fortuna.
La sensación que le produjo este nuevo ámbito inexplorado fue de
enajenamiento. Todo un cosmos inédito se abría ante él y las ansias de espiar
a los demás lo llenaban de regocijo.
Una arcaica construcción de paredes derruidas, con cinco habitaciones, una
gran cocina-comedor y un baño demasiado húmedo, se transformó en su hogar.
Las situaciones se produjeron tan linealmente que le valieron como prueba de
la existencia del destino.
En su habitación, en una de las paredes, precisamente en la que servía de
medianera con los flamantes vecinos, a unos setenta centímetros del suelo,
descubrió una pequeña brecha por lo cual emergía una raíz tísica y de color
pardo.
Uno de los laterales de la cama de Evaristo fue colocado, fortuitamente,
contra la pared de la que surgía la invasora raíz, la cual quedó cerca de la
cabecera de ésta.
Fue entonces cuando en repetidas ocasiones, Evaristo tiró, hurgó, taladró
y cortó la odiosa raíz conquistadora; el orificio por el cual se infiltrada,
se fue ampliando.
Una siesta se produjo el milagro, su mente se iluminó con el delirio y el
deseo de los refulgentes rayos solares del patio de la casa vecina, que
suponía, estaba del otro lado de la pared.
Sin vacilar se dispuso a conseguir un punzón, el cual improvisó con un
alambre grueso, luego trepanó el orificio hasta que logró el diámetro de su
dedo índice y el espesor de la pared fue franqueado.
Cuando logró atravesar el muro, se dio cuenta que el orificio era demasiado
pequeño para poder ver algo atrayente, por lo cual decidió agrandarlo; para
tal fin, se apoderó de una pequeña barra de hierro de construcción y con
ella, decididamente, se dispuso a ampliar el diámetro del ciclópeo ojo de la
pared.
Cuando logró la circunferencia de un cilindro de quince centímetros de
diámetro, quedó conforme. La tarea no fue difícil, ya que el tiempo y la
humedad la facilitaron.
Unas verdes hojas, coartaban su visión; improvisando un gancho con un
alambre fino pudo arrancarlas.
Sus conocimientos en materia de plantas ornamentales, adquiridos en las
alegres horas que pasó dentro y fuera de los invernaderos de su tío, que dicho
sea de paso, era un excelente jardinero, resultaron beneficiosos, pues
reconoció que dichas hojas pertenecían a una hiedra trepadora.
Cuando se libró de las hojas, pudo observar el amplio patio trasero de sus
vecinos.
Las observaciones realizadas por Evaristo podrían llenar una larga lista,
pero lo que atiborró su atención y avidez fue una princesa de trece años; a
la que un hombre de catorce como él, no podía dejar de observar.
El orificio no llamaba la atención del lado de su vecina; la planta
trepadora, la altura y la ubicación lo camuflaban perfectamente.
Pasaba horas enteras tratando de percibir todos los movimientos femeninos de
su vecina; aunque es cierto que, por un orificio de las características
mencionadas, no podía divisar todo lo que él anhelaba.
Había observado a su vecina, en reiteradas ocasiones, realizar movimientos
extraños sobre el césped del patio. Una vez vio como ella se llevaba las manos
a los senos y consumaba una danza muy extraña.
Los padres de Evaristo se preocupaban al notar que pasaba demasiado tiempo
encerrado en su habitación, pero él los tranquilizaba con la excusa de tener
que estudiar más de lo acostumbrado, ya que había empezado el secundario.
Con el tiempo olvidó completamente sus inspecciones desde su nido de águila
en el techo. Su nuevo observatorio no satisfacía todas sus expectativas, pero
le era más atrayente.
No le preocupaba ser descubierto por sus progenitores, ya que había tomado
los recaudos correspondientes colocando un póster en la pared, el cual ocultaba
el orificio con su esquina inferior derecha.
A veces se sentía observado, sentía el acecho de alguien o algo, aunque
restaba importancia a esas preocupaciones, ya que estaba seguro de que sus
precauciones eran adecuadas; así desechaba cualquier intromisión.
Los días sábado por la tarde, su familia se ausentaba de su hogar, para
concurrir a una feria que se realizaba a unas cuadras de su domicilio.
Evaristo aprovechaba esos días para deleitar su vista y otros placeres, ya
que su vecina tenía la costumbre de pasar esas horas en el patio.
Todos los séptimos días le era dado morder la manzana del jardín vecinos.
Un sábado soleado, mientras Evaristo observaba ávidamente por su claraboya,
su vecina se acercó al patio, como de costumbre, y se sentó en su sillón, a
una distancia y un ángulo perfecto. Él no podía desear nada mejor y se
dispuso a observar detenidamente su entre pierna.
El cabello de su princesa brillaba con cada rayo de sol de la tarde y sus
ojos se movían rítmicamente siguiendo la lectura de una revista cómica.
Evaristo se encontraba ebrio de éxtasis, cuando escuchó sonidos familiares
y se sobresalto.
En ese preciso instante llegaron sus padres.
Salió corriendo de su habitación, tratando de disimular el color carmesí
que tomaba su rostro con el flujo repentino de la sangre, que tornaba a sus
mejillas como dos semáforos rojos debido a la dilatación de los capilares de
la piel. Frotó sus manos y su respiración anómala no lo dejó articular
palabras durante un momento.
Salvada la situación, respondidas todas las preguntas y esquivadas todas las
miradas, se dedicó a realizar algunas tareas hogareñas, como para desviar la
tensión del interrogatorio.
En la noche, tuvo un sueño frío que circulaba desde su cintura hacia su
espalda, cuando se movió estrepitosamente, un calor súbito paralizante
encendió todos sus nervios y músculos.
Al despertar, se sentó en la cama y vio a la serpiente.
El reptil de color blanco y de apariencia lechosa, lo miró fijamente;
todavía su cola estaba dentro del orificio, con su lengua bífida paladeaba el
aire, no se percibía otro movimiento del animal.
La serpiente se enroscó lentamente a la pierna desnuda de Evaristo, y en un
momento acarició con su lengua roja su rodilla.
Él no pudo moverse, el terror lo paralizó, se sumergió en ese estado que
divide a los sueños de la realidad, ese umbral inevitable por el cual el
subconsciente quiere escapar de todo peligro.
Sus ojos vibraban vertiginosamente, no podía articular palabras para pedir
ayuda.
Los dientes del ser rastrero y fantasmagórico se clavaron lánguidamente en
la piel de su víctima.
Evaristo se estremeció y sintió que su cuerpo se adormecía, sus ojos se
cubrieron con una nube negra y extensa. No realizó ningún movimiento, sólo se
dejó caer lentamente en la cama.
Tuvo un sueño imposible, lleno de luz; sintió que podía observar todo al
mismo tiempo, infinitas personas pasaron frente a sus ojos, podía desnudar sus
cuerpos y sus almas, nada le era irrealizable, las habitaciones, los baños,
todos los rincones inaccesibles de los laberintos hogareños fueron descifrados.
Un sentimiento de alegría desbordante lo invadió, se sintió poderoso e
invencible.
Evaristo salió suavemente de su letargo, estaba confundido, mareado, sintió
que en su piel se rasgaban pequeños cortes. Se observó las manos, el abdomen,
sus piernas y gritó con todas sus fuerzas.
Las líneas que dibujan las pequeñas incisiones se separaron y miles de ojos
blancos, que se habrían y cerraban irregularmente, emergieron de su piel
mientras su cuerpo entraba en combustión espontánea. Llamas azules, amarillas
y rojas danzaban sobre su epidermis, carbonizándola. Todos los objetos
próximos al cuerpo quedaron intactos.
El espectro escamoso dejó de observar a su víctima y volvió mansamente a
manos de su dueña de trece años.
La casa vecina siguió, como siempre, deshabitada, desmantelada y en ruinas.