Florido estaba el monte,
engalanado el lapacho
con rosadas trompetas,
ungía en su perfume
el robusto algarrobo
al aire oxigenado, con goces de fiestas.
En el interior latió fuerte,
un palpitar, el eco, la muerte,
segundero preciso y estridente
marcando el paso del tiempo hiriente
el metal filoso, frío e inerte,
en la inmensidad del monte floreciente.
Con cada segundo la vida partía,
el anciano fecundo, inmóvil moría;
el segundero mortuorio ya se extinguía,
un silencio profundo todo invadía;
la floresta chaqueña de luto se vestía
cuando el quebracho, después del hacha, caía.
Se abrió infinito el claro abismal,
un árbol a muerto no hay funeral,
el asesino bendito de mano carnal
despoja el cadáver de su piel vegetal;
a lo lejos otra vez palpita el segundero infernal,
un árbol a muerto... ¿quién plantará otro igual?