EL ENCUENTRO

Corría aquel verano del año mil novecientos sesenta y tres, cuando Rogelio Aranda llegó a un obraje ubicado en la zona de Pampa del Indio, en la provincia del Chaco; con sus apenas veinte años, venía a tratar de hacer dinero en el duro oficio de hachero.
Con un grupo de hombres, cargando con los elementos necesarios para su labor que lo tendría ocupado en medio de la espesura del monte; Rogelio se dirigía como todos los días a una nueva jornada de trabajo.
Aún siendo joven, con su hacha en la mano, se había ganado el respeto de todos sus compañeros, convirtiéndose en uno más.
Al llegar cada fin de semana, como todos, recibía su paga de manos del capataz, y también como todos gastaba la mayor parte de su jornal, emborrachándose en las fiestas que se realizaban en distintos parajes de la zona.
Fue en una de estas fiestas donde comenzó a oír que nombraban al “REY DEL MONTE” y en torno del grupo que hablaba de él, se paraban todas las risas y se creaba una atmósfera de respeto, tanto oyó hablar de él que comenzó a sentir la molestia interna de desafiarlo, con cada comentario que oía, sentía como un cosquilleo en los brazos y osaba jurar en medio de la embriaguez, que teniendo su hacha lo vencería si lo hallara, recibiendo como respuesta la advertencia silenciosa de aquellos, quienes lo acompañaban.
Transcurrió un mes de su llegada, un domingo después de despertar de una de sus tantas borracheras, cerca del mediodía, y después de haber almorzado, decidió internarse en le monte para cazar, ya que había recibido noticias de que un yaguareté asolaba la zona, devorando animales domésticos de algunas pobladores, y él, engreído y prepotente, estaba dispuesto a cazarlo.
Con su “Centauro” al hombro y un sin número de cartuchos cruzando su pecho, se adentró en el monte; había recorrido dos kilómetros cuando halló huellas del yaguareté, por las dimensiones de las mismas supuso que debería ser un animal enorme.
Con todos sus sentidos atentos al misterio del monte y el arma lista a disparar en cualquier ocasión, comenzó a seguir las huellas.

Perdiendo la noción del tiempo y la distancia recorrida, una suave brisa lo volvió a la realidad, observando que se encontraba en un lugar desconocido y de una muy tupida vegetación. Temeroso de su situación, descubrió un claro a unos metros de donde se hallaba, viendo que las huellas lo guiaban hasta ahí, se hizo de valor y se apresuró a seguirlas. Cuando apartó la última rama para llegar al claro, se detuvo bruscamente al descubrir que “él” estaba allí; en ese instante se diluyó el sentido de la búsqueda, sólo atinó a observar, sin que nadie se lo presentase, al “REY DEL MONTE”.
Las dimensiones de aquel quebracho eran asombrosas, se podía jurar que ni veinte hombres tomados de la mano podrían rodear su tronco, y era tan alto que se diría que su copa acariciaba las nubes; alzándose imponente como amo y señor del lugar, impedía que en derredor suyo se alzase la más mínima vegetación.
Como un mal presagio se hizo el más profundo silencio y el cielo se manchó con nubes negras que ocultaron repentinamente al febo, destrozando la quietud, a lo lejos se oyó el primer trueno.
Rogelio sintió que dentro de si renacía el odio hacia aquel soberano, de quien tanto había oído hablar; se acercó lentamente y lamentó no tener su hacha en aquel momento, esparciendo mil maldiciones a los cuatro vientos.
Al contemplarlo detenidamente, pudo observar heridas profundas producidas hace ya tiempo por un hacha en su tronco, y cuando un relámpago rasgó una parte del cielo, le pareció ver un rostro humano como cicatrizando aquella herida, sorprendiéndolo.
Advirtiendo que la tormenta se avecinaba rápidamente y que estaba muy avanzada la tarde, temiendo que lo sorprendiera la noche y sintiendo las primeras frías gotas, corrió desesperado con rumbo incierto jurando regresar.
Después de haber recorrido varios metros, se hallo ante una picada abierta en el monte, dudando la dirección a tomar, se decidió por una, confiando que llegaría a algún lugar en donde refugiarse.
Después de correr un cuarto de hora en ella, donde ya comenzaban a formarse varios charcos de agua, halló un rancho que a simple vista parecía abandonado, golpeó la puerta de una madera corroída por el tiempo y al no recibir respuestas entró apresuradamente.
Ya dentro de él, colgando del techo, había un candil con una luz mortecina que dibujaba mil fantasmas sobre sus derruidas paredes.
Sobre un camastro, cubierto con unas sucias sábanas que en algún tiempo fueron blancas, un anciano se sobresaltó con la entrada de un intruso a su rancho mientras dormía; y dijo:
-¿Quién sos vos y qué haces acá?
-Me llamo Rogelio y estoy escapando de la tormenta. Entré al rancho pensando que no había nadie.
-¿Y qué haces por estos lugares u a estas horas?
-Salí a cazar, me perdí y me topé con ese gran quebracho, del que he oído tanto hablar, y cuando pase la tormenta pienso ir a cortarlo.
-¡Ah! Al “REY DEL MONTE”. –Se sonrió el anciano-¿quieres que te cuente la historia de alguien que intentó cortarlo?
Al recibir la afirmación del joven, el anciano comenzó su historia:
“Un domingo tal como éste, un joven como tú, empecinado en cortar al “REY DEL MONTE”, se internó en la espesura y se dirigió a él, a pesar de todas las advertencias que había recibido, cuando lo encontró, sin más, se acercó, alzó su hacha y comenzó a golpearlo; al principio no lograba dañar al árbol, y al hacerse visibles las primeras marcas, en ese día nublado, empezó a caer una leve llovizna; cuando la lluvia se hizo más intensa y había hecho profundo el corte, fue cuando vio asombrado brotar de allí, un líquido rojizo como la sangre, el que manchó totalmente el filo del hacha. EL cabo mojado por la lluvia, se le escapó de las manos al querer seguir cortando; el filoso elemento se le incrustó en el pie, provocándole un gran dolor, mezclando su sangre con la del árbol, sufriendo un desmayo.
A la mañana siguiente, un grupo de compañeros lo halló recostado y casi desangrado contra el tronco del árbol; el joven fue llevado en el viejo camión del patrón, a Pampa del Indio, y aunque hicieron todo lo que pudieron, la herida nunca cicatrizó, ésta le producía desgarradores dolores. Luego de un tiempo, el único remedio fue amputarle la pierna.
Cuando el viejo terminó la historia, se sentó en la cama, el joven asombrado, observó que a éste le faltaba una pierna y el rostro del anciano le recordó el que había visto en el árbol.
Un escalofrío recorrió su cuerpo, y mientras la lluvia seguía castigando ferozmente al rancho, se acurrucó en un rincón lleno de terror, a sabiendas de que a pesar del odio que tenía, su hacha jamás osaría levantarse contra “EL REY DEL MONTE”.

Dante Emilio Borelli

Certamen Nacional “Antología 1999”
de Poesía y Narrativa - Línea Abierta Editores
Segundo Premio