Una nube se eleva
desde la taza de café
y la rosa sigue muriendo en el florero.
Las ebrias sombras de las hojas
juegan con la luz de la tarde.
Mientras el viento fluye dócil y afable,
soporto la daga lenta y triste
del futuro incierto;
sabiendo que no hay nada más fortuito
que el día de mañana.
Palpito en este estado humano,
en esta cárcel de carne y hueso,
en este antro de conciencia y alma,
en este dolor que llamamos cuerpo.
Miro dentro de mi sombra
otra sombra y dentro de ella
la oscura simplicidad de la muerte.
Cada palabra que persigo
se apodera de mi mente,
señal verdadera
de que aún el canto palpitante
se deja escuchar como un eco estridente.
Un presagio exquisitamente sublime,
una lágrima arrepentida,
la voz de alguien perdido en un laberinto,
un pétalo de rosa y una espina,
una espada, un escudo y un yelmo,
un corazón enamorado dentro de las fauces del infierno,
un caballero que no está completamente loco,
una cara en un espejo.
Todo se conjura en un instante,
un jeroglífico inconsciente maneja la pluma.
Sólo somos dueños del asombro de estar vivos.
Y el verso me busca.